Dentro de las tareas diarias del pueblo, de las que se encargaban sólo las mujeres, eran las de lavar.
Las mujeres iban a lavar a una charca que había en el centro del pueblo. Esta tenía un pequeño desagüe por donde se desaguaba para vaciarla y volverla a llenar por las distintas corrientes manantiales y de las procedentes del arroyo que pasa por el pueblo. Los prados se llenaban de ropa blanca al sol.
Como consecuencia de que las lavanderas sufrían las adversidades del invierno y las condiciones en las que tenían que desarrollar su trabajo (pasaban horas arrodilladas en la tajuela de madera y por delante de su vientre el lavadero, también de madera, donde restregaban las prendas enjabonadas para eliminar la suciedad), se procedió a la construcción de unos lavaderos de cemento con dos estanques y sus respectivos lavaderos-tajuelas, abasteciéndose del agua procedente de la fuente pública. Así consiguieron alguna comodidad. Por lo menos no tenían los pies en el agua. En ese momento les pareció un cambio sustancial. A aquella generación. Nunca pudieron pensar los cambios que se producirían en el futuro con las lavadoras y secadoras.
Allí se socializaba (palabra que ahora se emplea mucho), para bien o para mal.
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