Cuando de pequeños nos hablaban de los cementerios o íbamos con nuestros padres a rezar a los abuelos, no nos hacía demasiada gracia. Con el paso del tiempo, vemos en ellos un recuerdo del pasado, de aquellos que amaron y poblaron nuestro pueblo y dejaron su recuerdo inolvidable en todos nosotros.
En 1348 comienza la peste negra, la peste bubónica en Europa, producida por una pulga de las ratas que hizo que la población disminuyera en un tercio.
Se cree que en Castilla y León llegó en octubre de 1348 procedente del norte, vía Camino de Santiago, por el Oeste vía Portugal (procedente de intercambios por mar) y por el este, por Aragón. Se enterraba a los muertos con sus utensilios de comer, platos o jarras principalmente. Algunos de ellos, (procedentes de esa época o posterior), que llegué a ver como niña curiosa, deben encontrarse en algún museo particular de Barcelona, en un "periodo de restauración" que dura varias décadas. En muchos casos se les cubría de cal como desinfectante.
Los cánones conciliares consideraron los espacios junto a las iglesias, los "corrales", lugares habilitados para el enterramiento de los fieles, de esa manera se evitaba enterrarlos bajo las losas en las iglesias, aunque esos espacios se destinaban a personas del clero o de la nobleza, algo que en Turra no se produjo. Ese lugar existió en nuestro pueblo detrás de la sacristía, el primitivo cementerio, con unas escaleras por las que se accedía a la torre. De niños todos hemos subido (aunque estaba rodeado por una tapia y con una puerta estrecha) y podíamos tocar la campana "grande".
En la segunda mitad del siglo XVIII, Carlos III, ordena la construcción de cementerios en lugares ventilados, alejados de la población, en suelos permeables, por pura salubridad. Me imagino que en los pueblos esta medida no se llevó a cabo por el coste económico que suponía y por una tradición respetada por todos.
Pero por Real Orden de 28 de junio de 1804, se insiste en esas construcciones, llamándolos "camposantos".
El obispo de Salamanca don Antonio Tavira y Almazán, en la primera década del siglo XIX, construye el primer camposanto en Salamanca. Imagino que este obispo ordenaría en toda su diócesis seguir su ejemplo durante un periodo más o menos largo.
Estos camposantos estaban rodeados por un muro, con una cruz en el centro y otra sobre la puerta de entrada. Así podemos verlo en el cementerio de Turra. En este cementerio se hizo una pequeña habitación aneja que contenía una mesa de piedra para autopsias o simplemente para preparar el cadáver para ser enterrado. Hoy no existe.
Con la restauración de la iglesia de San Juan de Turra, desapareció el cementerio, se trasladaron los huesos al actual y desapareció la sacristía donde nos daba catequesis para la preparación de la comunión don Dionisio. Esta sacristía tenía dos puertas, una con acceso desde la calle y la otra, mayor, desde la iglesia en la pared de la derecha.
A la derecha de la puerta de entrada a la iglesia había una enredadera, la "pasionaria" con una flor muy bonita. Todo esto desapareció en las sucesivas reformas de la iglesia.
En el nuevo cementerio, están enterrados nuestros seres queridos, cuyas voces resuenan en nuestros corazones con aquella alegría que les caracterizaba, pero también hay tumbas que ya no se reconocen, sin lápida ni estela funeraria, como la del gran maestro de este pueblo, don Lorenzo Rogado que marcó el futuro de nuestros padres y que merece un relato especial.
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