"Aquel fue un 20 de diciembre de 1928 tan frío que a mi madre le salieron sabañones en las orejas. El regato estaba a punto de helarse totalmente y los carámbanos que colgaban de los canalones, eran estalactitas de hielo, puntiagudas y largas, de más de un metro. Laura, la señora que trabajaba en nuestra casa, mi madre y mi hermana, estaban en la cocina preparando las perrunillas y los mantecados para llevarlos a cocer a Pedrosillo. Eran los dulces para la Navidad y las matanzas. El vino, de moscatel, de la viña del camino de Valverdejo y el aguardiente para entrar en calor.
Un año, encontré la cesta colgada de un gancho donde se colgaban los jamones, en la despensa. Me subí a una mesa y conseguí llegar a ella. Las visitas a la cesta las hacía cuando nadie me veía, pero mi madre se dio cuenta al ir a buscarlas para ofrecérselas al señor cura, que como todos los domingos, se pasaba por nuestra casa, antes de decir misa, a desayunar el chocolate y unos huevos fritos o algún dulce. La cercanía a la Iglesia era lo que tenía. Cuando se dieron cuenta de que había sido yo el culpable de que la cesta pesara menos, me cayó una buena reprimenda, aunque siempre estaba mi tía Carlina para defenderme.
Y con este frío invernal llegó la Nochebuena. Mi padre y el señor Tomás que trabajaba en casa (estuvo 50 años) se habían encargado de alimentar el fuego del hogar. Aquella chimenea gigante en una cocina de grandes dimensiones, el chisporroteo de las llamas y aquella calidez, la alegría de toda la familia, de todos los que allí habitaban, era verdaderamente hermoso.
La cena de Nochebuena, dependiendo de la situación económica de cada familia, variaba desde unas alubias de Barco de Ávila a verdura sin más. En nuestra casa cenábamos las alubias, hoy sería impensable, pescado y turrón de piñón y de almendra de postre. El día de Navidad, podía repetirse el primer plato de la noche anterior o no, de segundo tostón o cordero y de postre turrones, mazapanes y los mantecados y perrunillas.
El día 31 de diciembre no era demasiado especial pero tomábamos las uvas de cosecha. El día 1 de enero siempre fue y sigue siendo un día muy especial para mi familia: mi santo. Solíamos comer lo mismo que el día de Navidad, pero ese día me hacían sentir el protagonista absoluto independientemente de que comenzara un Año Nuevo.
El día de Reyes en mi casa era mágico. No todas las familias tenían esa suerte. Mi madre siempre echaba una mano a los que no tenían que dejar. Cuando empecé a leer, siempre me traían un libro y algún juguete de madera que mi padre compraba en una tienda de la calle El Prior de Salamanca, desaparecida actualmente. Lo mismo a mi hermana. Mi tía Carlina también nos traía regalos, dulces y más libros.
¡¡Qué recuerdos a mis 98 años!!"
Aunque la vida traiga consigo desgracias y sufrimiento, los maravillosos recuerdos de la niñez, tanto amor, humildad y nobleza labran en cada persona lo que son, lo que nos transmiten y eso perdura siempre. Es la mejor herencia.
¡FELIZ NAVIDAD!